Nada más llegar a Alicante, mandé al ayudante del Capitán que fuera a informarse de las decisiones que teníamos que tomar. Después de los años que han pasado, nunca he olvidado aquel momento. Me hicieron una propuesta, y yo, como un imbécil, no la acepté, y mi error no me costó la muerte porque no había llegado mi hora, como sí les llegó a muchos otros: al bajar del coche, la mujer que vino con nosotros se acercó a mí, y me dijo: -"¡Véngase conmigo!". Yo le dije que no. Ella insistió: -"Mire que no embarcarán. Lo sé muy bien. Se lo repito. ¡Véngase conmigo!". Yo le digo que no insista, que ya está decidido. -"Pues deme sus señas". -"Yo no tengo en estos momentos", le digo. Ella me preguntó: -"¿Cómo se llama?". Y yo le contesté: -"Es igual; no hace falta que se lo diga".
Le di dos botes de leche condensada, que llevaba varios, y marchó derramando lágrimas por mi tozudería de no ir con ella, con lo segura que estaba de que no embarcaríamos. Bajó el ayudante, que también tenía cara de imbécil -quizá más que yo-, con su naranjero en la mano, diciendo que no había aclarado nada.