En el centro del ruedo, descargaron una cantidad de paelleras y calderas enorme. Pero yo, por desgracia, no las vi usar. Así que, como pudimos, me reuní con mis primos Estruga y pudimos, a empujones, pasar al tendido, o pasillos. Con que con la manta que llevaba, y el macuto para cabecera, pude acostarme, con un mal de cabeza que no podía; los demás, sentados. Uno te pisaba la cabeza, otro el cuerpo, y así iban pasando los días.
Yo, de no haber sido por los hermanos Estruga, primos hermanos míos, me habría muerto. Cogí una delgadez, me lié una manta tirado al suelo, y continuamente unos me pisaban la cabeza, otros el vientre, e iba de mal en peor.
Mis primos, viendo que mi estado de ánimo iba decayendo cada día, me forzaron a que me levantase, y me dieron unos cuantos objetos para que los intercambiase: una máquina fotográfica, una pluma, unos zapatos, y algunas cosas más. De la pluma me dieron un chusco y una lata sardinas; y de lo demás, por el estilo. Así mejoré bastante. Después, por la noche, no se me acomodaba la cabeza al macuto, lo deshice, y llevaba cuatro o cinco latas de leche, que me llevé del internado Durruti. De modo que las repartí para el grupo, y si me descuido, no me dejan para mí.
En aquellas circunstancias se dio un caso muy curioso. Resulta que una familia de Alicante les entraba comida a unos que estaban a mi lado. Después de comer, desgranaron una habas y se comieron el grano, y tiraron las vainas a la basura, con tan buena suerte que nos tiramos un grupo, y las recogí yo. Después las repartí, y tocamos a media vaina cada uno.