Yo era el único que tenía relación con aquella gente, y, francamente, quedé maravillado de ver la variedad que había entre ellos y nosotros. A pesar de la disciplina férrea que tenían, estaban fanatizados para defender a Hitler hasta la muerte, después de haberlo perdido todo.
Entre el oficinista de ingresos y yo, teníamos que revolver todas las pertenencias que traían, que eran todo su patrimonio. Nosotros, haciendo la vista gorda, no les tocábamos nada. Muy diferente a lo que hicieron con nosotros en la Plaza de Toros de Alicante, que nos despojaron de todo, incluso muchos de ellos hasta los zapatos, si consideraban que valía la pena.
La convivencia en la cárcel de Lérida era bastante normal. Los jefes de servicios y los funcionarios eran muy tolerantes, en especial para los presos políticos. En cuanto a los comunes, los tenían a rajatabla por parte de un jefe que se llamaba don Claudio, que decía: "Por mí, los políticos los dejaría sueltos; ahora, los comunes, éstos serían capaces de vender a su madre por un chusco de pan". Decía que "la tranquilidad proviene de 'tranca'."