1.3.08

94.- Llegada a la cárcel de San Miguel de los Reyes

Alrededor de la una, llegamos a aquel palacio, que decían que era de los Duques de Calabria. Nos metieron dos en cada celda. De los seis que íbamos del pueblo, a mí me tocó con José Caballero Palmar, un andaluz tan tacaño que, por no gastarse una peseta, sufría morirse de hambre.
Así que, a la que rayaba el alba, nos despertó el runruneo de los pichones, y, a continuación, el grun grun de los gorriones, que estaban a punta pala.
Pero lo que más nos sorprendió fue que, al abrir la puerta, se presentó un compañero, que no conocíamos, y se nos ofreció por si teníamos necesidad de alguna cosa, comida, o si queríamos escribir alguna carta, para pasarla clandestinamente por el tubo. Y que estaba sabedor de todo nuestro expediente, y que era el delegado de la enfermería. Se llamaba Manuel Trem Torres, hijo de Altorrincó, estaba condenado a treinta años por hechos de guerra y era el comodín de San Miguel.

La celda que teníamos medía 2 metros de ancha por 2,5 metros de larga, y nosotros, dispuestos a pasar los veinte días de incomunicación. Yo, para que se me hicieses más amena la vida, me organicé un ejercicio de Contabilidad simulada, de tres meses de unos almacenes al por mayor. Pero resultó que, claro, me ponía a trabajar, y no me daba cuenta de que el compañero, que ni leía ni hacía nada, se lo pasaba fatal. Iba repitiendo: "¡A mí sí que me ha tocado el veinte!". Con que me di cuenta enseguida, y de cuando en cuando dedicaba el rato a hablar y canturrear, que le gustaba mucho. Cuando me veía con tantos papeles esparcidos por la celda, decía que no entendía cómo no me se hacía la cabeza agua.

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