20.2.08
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Cuando llegaba la Cuaresma, las pasábamos canutas. Venía una especie de fraile con una barbilla a estilo "macho cabrío", con una capa descolorida, y con más mugre que un palo de un gallinero. Empezaba hablando con amenazas de que seríamos quemados en los altos infiernos: que iríamos en columna macabra conducidos por Satanás, arrastrándonos como culebras despellejadas, para arrojarnos a la caldera de Pedro Botero; que éramos una pandilla de sifilíticos, tuberculosos, y todos los adjetivos repugnantes habidos y por haber. Hablaba del Padre Rentería, que levantaba las losas de las tumbas, y observaba cómo las ráfagas de aire de la noche movían las barbas de la momia. Y entonces exclamaba: -"¡Padre Rentería! ¿Dónde están tus poesías, que te hicieron célebre?". Después, cogía el Santo Cristo y, encarándolo a toda la población reclusa, nos barría sistema ametralladora, al son del canto 'Perdón, Dios Mío'. El coro Capilla lo cantaba desafinadamente. Estaba formado por un grupo de chorizos perturbados, que se desgañitaban por un cazo de rancho. Y eso se repetía todos los días durante el mes Pascual, que tildaban ellos.
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