31.3.08

124

Los domingos que podíamos descansar, a primera hora nos hacían levantar y, después del recuento, nos hacían sacar todas las literas y fregar el piso para oír misa. Venía un cura de Buytrago con un monaguillo alto, que le clareaban las orejas. Llevaba una maleta de madera. Abría la maleta encima de la mesa, y sacaba dos candelabros, una cruz y un mantel. Nos hacían formar, y a la misa.
El monaguillo, durante la misa, cogía la cera de las velas ardiendo, y era un desaire haciéndose uñas largas, con un estado de nervios que llamaba la atención de los presentes. El cura no hacía más que tocarlo con el pie para que se estuviese quieto, cosa que no conseguía.

Los cuatro del pueblo, después de la misa, nos íbamos a pescar debajo del pantano. Con un anzuelo y una lombriz, no hacíamos más que tirar y sacar peces. Garín tiraba la caña, Soler los sacaba del anzuelo, Rodes los pasaba con una cuerda, y yo los freía, hasta que considerábamos que ya teníamos bastante para comer. Y así iban pasando los días.

30.3.08

123

Un día, en la cantera, me ocurrió un caso muy chocante: resulta que ya era hora de plegar, y nos dieron la señal que iban a tirar una pega, y echamos a correr sin poder recoger las chaquetas que teníamos encima de unas rocas. Cuando terminó la explosión de la pega, fui a buscar la chaqueta, y me encontré que no tenía la cartera. Cuando llegué al barracón, di cuenta a los funcionarios. -"¿Tiene alguna sospecha?". Digo: -"¡Sí, señor! Es un libre". -"Vámonos". Fuimos al barracón de los libres. Iba con una gayata, haciéndola volar por los aires, antes de llegar al barracón. Estaban en la calle y, al vernos subir, con el aire del funcionario, me llamaron diciendo: -"¿Que se le ha perdido algo?". Digo: "¡Sí, una cartera!". La encontramos. Miré, no faltaba nada. Llevaba doscientas pesetas, fotos y algunos papeles. Entonces, el funcionario me preguntó: -"¿Te la han robado?". -"Dejémoslo estar".
Al día siguiente, tuvieron que marchar del grupo, porque los compañeros presos, sabedores del caso, si no llego a intervenir yo, los linchan. Después que me la devolvieron, el funcionario me dijo: -"Ustedes son unos bonifacios, que yo no los entiendo. Por muy necesitado que esté ¿Cómo se puede concebir que una persona que está en plena libertad pueda sustraerle la cartera a una persona que está cercada a toda vigilancia y falto de libertad? De no ser porque usted hizo el plan del bonifacio, lo mato. No obstante, le admiro por sus sentimientos".

29.3.08

122

Arriba, en el cabrestán, todo estaba montado muy a la ligera. Una especie de andamio provisional, que tenías que ir con los cinco sentidos donde ponías los pies, porque, de lo contrario, estabas expuesto a jugarte la vida. Con las vagonas en aquella altura, sin quitamiedos, y poca luz, estabas expuesto a jugártela en cualquier momento, cosa que ocurría muy a menudo.

Era preferible trabajar a la cantera, aunque en parte parecíamos estos que trabajan a galeras. No nos faltaba más que arrastrar las bombas con los pies, con los trajes de penado y un centinela cada veinte metros.
En cambio, en la descarga de la vagonas, éstas eran basculables, y tenías que ir con cuidado de que no te tragase uno de aquellos molinos, que engullían unas rocas que no no las podía abrazar un hombre, y con tan poca luz, que podía pasar cualquier cosa.

28.3.08

121

El trabajo era agotador. Primero nos llevaron a un desmonte. A los cuatro del pueblo nos dieron una parihuela, una especie de dos barras de carrasca muy fuertes, con unas tablas clavadas en el medio. Nos hacían meter unas rocas que no las podíamos mover y, entre los cuatro, teníamos que cargarlas en unos vagones basculables, para después descargarlas al terraplén. Cuando llegabas al final de la jornada, los brazos te crecían cuatro dedos cada día. Y el encargado no hacía más que incitarnos al trabajo. Hasta que tú le decías: "¡El trabajo es duro, el jornal insignificante, y la comida fatal! Así ¿Qué le parece?". Entonces te tenía consideración.

Después nos trasladaron a otra cantera, en la parte superior del pantano, a la orilla del río. En aquella cantera cargábamos los vagones y, en malacate, o plano inclinado, subían las vagonas con un cabestrante, y las tiraban a unas tolvas donde, con unos molinos, lo trituraban todo y hacían machaca, garbancillo y arena, para la mezcla del cemento.
Todo aquello estaba montado muy a la ligera y, cuando enganchabas los vagones y empezaban a subir, tenías que correr, o de lo contrario estabas expuesto a sufrir las consecuencias.

27.3.08

120.- Estancia en Buytrago

A los tres días ya nos trasladaron a Buytrago. Aquel sí que era un campo con todas las de la ley. Había dos salones llenos de literas de madera con tres pisos, todo lleno de basuras, chinches y otras especies.
La comida era fatal. Estaba compuesta por unas lentejas con arroz, y, de condimento, una especie de grasa que quién sabe de lo que estaba compuesta. Las lentejas, madre mía las lentejas. Cada una tenía por lo mínimo dos gusanos negros. Al servirlas, toda la capa del plato estaba negra. Empezabas a sacarlas con la cuchara, pero a última hora te cansabas, cerrbas los ojos y empezabas a comer a lo que saliese. De modo que, tanto Soler como Rodes, Garín y yo, que comíamos juntos, sentados en plena calle, nos mirábamos y decíamos: "Muchachos, al ataque". Con que cerrábamos los ojos, y a comer. Para segundo plato, no lo había. Pero en el economato nos comprábamos trozos de tocino muy gordos y un poco de vino. Así pasábamos las comidas, y las cenas, que siempre vi lo mismo.
En la litera, a mí me tocó debajo de uno que trabajaba al cemento, y no podéis imaginar la cantidad de cemento que cada día tragaba. La limpieza brillaba por su ausencia.
Trabajábamos una semana de noche y otra de día, con turnos de diez horas, jornadas intensivas. Por la noche, hasta la una de la madrugada, aún íbamos resistiendo. Pero de la una hasta las cinco de la madrugada, se hacían aquellas horas insoportables. Parecía que no íbamos a terminar. Después, en el barracón, no podías descansar; pasaban recuento cuatro o cinco veces al día. El uno que terminaba de trabajar, el otro que tenía que entrar, y así sucesivamente, y no podías conciliar el sueño, a pesar de que estabas agotado.

26.3.08

119.- Retorno a la cárcel de Yeserías

De modo que, a mediados de Abril, nos devolvieron a Yeserías. Pero nuestra estancia allí fue corta. Caso curioso fue que íbamos custodiados por el funcionario don Nico, una bella persona. Resulta que, de los ocho que nos quedamos, al llegar a la puerta de la cárcel, cuatro de los que íbamos fueron a ver a sus familiares, y no podéis pensar lo que pasó don Nico hasta que volvieron.
También vinieron a recibirnos Teresa e Ismael, y Flora. Estuvieron mucho rato hasta que acudieron todos. Don Nico tenía que esperar, porque íbamos incluidos en el mismo parte, y, con la leche que tenía el director de allí, si se presenta a hacer la entrega sin el completo, se abre un expediente a don Nicomedes, y a los compañeros los habrían declarado prófugos. Estábamos parados en un lugar muy disimulado de la cárcel, pero el funcionario tenía miedo que no saliese ningún oficial, alguien que lo conociese y le llamase la atención en tal circunstancia.
Así que, al final, nos volvieron a ingresar en Yeserías, pero estuvimos poco tiempo.

25.3.08

118

De modo que el oficial nos dijo que habíamos sido elegidos para recoger todo el material de la empresa Molán, durante el periodo de veintitantos días, y que, si nos venía de gusto, podíamos mandar a buscar a la familia, cosa que aceptamos encantados. Así, en dos o tres días, vino mi mujer con el chico Ismael, y la señora de Soler. Nos destinaron un barracón pequeño. Nos comunicaron la llegada, fuimos a recibirlos a la carretera del Escorial, que estaba al pie de la montaña, a 7 km. del monasterio. Antes de que llegasen, en el cruce del valle ya les advirtieron que les estábamos esperando. El encuentro fue en el autobús que nos subió hasta arriba, pasando por el medio de los Juaneles, las dos piedras de 14 metros de altura, que costó una fortuna trasladarlas desde Toledo.
Les tuvimos que dar unas cuantas explicaciones a aquellos pasajeros que iban al Escorial.
Pasamos veinte días deliciosos con la familia, después de tantos años de cárcel.
El trabajo era muy llevadero: recoger los andamios y tablones, y con el camión de la empresa, trasladarlos al Escorial, o sea, a la estación, hasta que dejamos limpio todo el monasterio, que tiene unas dimensiones del doble que las del Escorial.
Al otro lado del Cabezo está la entrada del templo, donde está ahora enterrado el Caudillo y otras personalidades, según anunciaron rumores de por allí . La Cruz, entonces, aún no estaba hecha. Solamente en maquetas que estaban expuestas en la puerta principal del monasterio.

¿Qué ha pasado con el Valle de los Caídos?

Yo, que trabajé más de siete meses, puedo hablar con conocimiento de causa de lo que pasó allí. En la década entre los cuarenta y los cincuenta, cuando España pasaba por la angunia del hambre, allí se tiraban los millones a mansalva, sin reparar que la clase obrera cobraba unos jornales míseros que ni apenas podían comer. Después, en las cárceles estábamos como las sardinas, y eran las redadas que continuamente ingresaban en las Provinciales.
En el Valle, la inmensa mayoría de los reclusos ya era de pena reducida, porque así no estábamos motivados a la fuga, debido a que ya llevábamos muchos años internados, y ello tenía un valor muy importante.
Muy a menudo, leo cartas en La Vanguardia haciendo relación a Ramón Rubials por su estancia en la cárcel. Yo no quiero quitarle méritos a su estancia en el cautiverio, sino todo lo contrario. Yo, que he seguido las inmensas cárceles de España, he convivido con una cantidad inmensa de compañeros de varias ideologías, como cenetistas, comunistas, algún socialista y muchos maquis; y muchos responsabilizados por éstos al paso de la cruzada de Francia. En Zaragoza, habría cerca de 500 en prisión preventiva, y en San Miguel de los Reyes, unos 500. Yeserías era una cárcel de tránsito. Al Valle de los Caídos, no conocí ninguno. Allí, entre los tres grupos, los que más éramos, de la C.N.T., y alguno de delito común.
El trato que nos daban y la comida, comparado con las cárceles anteriores, era bastante aceptable; pero lo más vergonzoso era que lo que hacíamos hoy lo deshacíamos mañana. En siete meses, no vi ni una pizca de progreso de obra en el monasterio.
Con toda esta gente que conviví en el cautiverio, no he oído hablar de nadie ya; todos han muerto. Los Sigfrido Catalán, Juanel, Carrasquer Félix, Heliodoro Sánchez, Ángel María de Lera y Sastre, Félez y tantos otros, y nosotros, que de 17 sólo quedamos dos. Hasta sus esposas han muerto.

24.3.08

117

Estábamos en pleno guiso y, inesperadamente, se presentó en la Mezquita el Caudillo. La cocinera fue a su encuentro. Después de los saludos de rigor, observó las paelleras y le preguntó lo que les había preparado para comer. Le dijo que paella de arroz, un guiso y tostadas de Santa Teresa. Asintió con la cabeza. Nosotros, no nos cruzamos ni palabra. También subieron de Madrid muchos pasteles, que todo ello quedó a cargo del grupo de camareros encargado del reparto de la comida y el resto de las cosas.
De comida sobró mucha. Fueron muchos los presos que fueron a buscarla, pero yo ni la probé. Por la tarde, nos mandaron a los puestos de trabajo, pero sin trabajar; de modo que a media tarde pasó revista por todas las dependencias. Yo estaba al pie del andamio, con los punteros y las macetas, pasó rozando, pero no nos dijo ni buenas tardes. Así terminó el viaje del Caudillo en el Valle o el Monasterio.
Al cabo de unos años, se presentaron dos o tres autocares con algunos extranjeros. Yo no hablé con ellos, pero sé que se informaron con algunos de lo que hacíamos: la comida que nos daban, el jornal que ganábamos, y todo cuanto hacíamos. Hablaron tanto, que se lo pasaron a lo grande, y en parte tenían razón, pero sabíamos que el resto de los campos de trabajo que había -y eran muchos- todos eran peores que el nuestro.
Así que, a los pocos días, en el extranjero, los políticos exilados, entre ellos Indalecio Prieto, levantaron una polvareda difamatoria, que a los pocos días ya nos dieron la noticia de que se deshacía el Destacamento. De repente, nos llamaron a los cuatro del pueblo, al compañero Remacha y al practicante de la oficina. El practicante ya era sabedor de lo que nos iban a decir.

23.3.08

116

Así estuvimos unos tres días, y por último se presentó. Nos dieron fiesta, pero a mí y a otro nos llamaron para si queríamos ir a ayudar a la cocinera, que subió antes para preparar el terreno. Era una señora muy simpática. Nos decía que, mucha preparación, pero que el Caudillo casi no la cataría.
Se dispuso toda la preparación para hacer la comida en campaña. Me pidió la opinión para el sistema de preparación. Yo le indiqué que en la mili hacíamos un pequeño pozo de unos 25 cm. de hondo por 45 cm. de diámetro de circunferencia, con una zanqueta para introducir la leña, con cuatro piedras para el sostén de la paellera. Y se podía hacer en el suelo de la mezquita, que aún no estaba terminada. Así que dispuso cuatro fuegos, dos para las paelleras del arroz, una para un guiso (no recuerdo qué), y otro para las tostadas de Santa Teresa, que eran la debilidad del Caudillo, según nos dijo la cocinera. Soltó: "Lo que comerá él, no cabría en el cuenco de una mano, pero toda esta gente que lo rodean son como buitres. Verán a la hora de la comida cómo se tiran como lobos hambrientos". Hizo referencia que él no era malo, pero que todos los que le rodeaban eran malas personas y sin escrúpulos.



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Foto: El dictador Francisco Franco y su comitiva, visitando el Valle de los Caídos.

22.3.08

115

Al Valle de los Caídos, de hecho, le dieron el nombre en memoria de sus caídos, pero el nombre que tiene o que le dan es Cuelga Moros, debido a unos hechos que ocurrieron, en los que colgaron a varios moros, no sé cuándo ni en qué época, pero aseguraban los de la comarca que era verdad.

De mi redada, había dos más: uno era Ángel Garín, que estaba de cocinero para los libres. De libres, en el edificio trabajaban más de un centenar, muchos de ellos canteros o picapedreros. Picaban piedras y hacían unas figuras fabulosas para la fachada, protegiéndola con piedra picada.
El otro era Modesto Ibarz, que estaba en otro grupo (trabajaba en la bóveda). Estando nosotros allí, salió en libertad.
Después vino el rumor de que tenía que venir el Caudillo. A la inmensa mayoría los destinaron a limpiar los escombros de alrededor, a limpiar las hierbas, los tablones que estaban esparcidos, los andamios -que parecía que estaban hechos provisionalmente-, barrieron todo el contorno, y yo qué sé las cosas que hicieron en vistas a la visita. Yo continuaba con la misma faena, pero, así como caía el escombro, corrían otros recogiéndolo.

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Foto: Construcción de la cruz del Valle de los Caídos.

21.3.08

114

Para que se me curase mejor la mano, me destinaron con un compañero albañil, que iba tapando rozas, arreglando desagües, y otras tareas. Un día, estábamos poniendo tubos de desagüe de un piso a otro, y se presentó el encargado general, que le decían 'Barrilito'.
-"¿Qué hacéis aquí?".
-"Estamos poniendo un desagüe".
-"¿De qué medidas son los tubos?".
-"De 15 cm.".
-"¡Del 22, me cauen Dios! Vosotros no conocéis a esta gente. Empiezan a tirar bragas, sostenes, condones, y todas estas especies, que lo embozan todo. Así que del veintidós, y no quiero ver ninguna del 15".
Después me volvieron a poner de rocista.

Comparada con la vida en la cárcel, allí era más llevadera. Se comía mejor, un buen trato, y una serie de consideraciones que en las cárceles nunca tuve. Los domingos celebraban misa en el templo, sin haberlo terminado, pero al grupo nuestro ni siquiera nos dijeron nunca si queríamos ir. Así que los domingos los dedicábamos a ir al sector de debajo del templo. Allí acudían con unos carritos con pescados y frutas, y nosotros aprovechábamos, comprábamos un cuarto Kg. de pescado y unas gambas, y nos preparábamos un arroz para los tres, A. Rodes, A. Soler y yo. Después leíamos y paseábamos por allí. Algunos domingos, subíamos a las cúspides de las montañas, para contemplar el panorama de Guadarrama.

20.3.08

113


Sin más, me salió un callo en la mano, se me infectó y tuve que coger la baja. Fui a ver a Manuel Fernández, que era el que hacía de médico y practicante del Destacamento, y le dije que quería ir a trabajar. Él me dijo que aún tenía la herida tierna, pero yo decidía. Esto era un sábado, y el domingo me llamaron que quería verme el Oficial del Departamento:
-"¿Es verdad que quiere ir a trabajar el lunes?".
Digo: "Sí, señor".
-"¿Qué interés tiene usted en trabajar tan pronto?".
-"Ninguno, pero no sé las costumbres, y ya estoy mejor".
-"Mire usted, el informe que tengo es que aún no está en condiciones. Y no vaya a creer que la empresa le va a tener ninguna consideración por mucha atención que le tenga. De modo que tómese una semana más, y tranquilo. Cójase libros, váyase a la montaña, y tranquilo".
Y así lo hice.

Un día, estaba paseando por las cercanías del monasterio. Allí estaban cargando escombro mi compañero y el que decía ser confitero, y dirigiéndose a mí, me dijo: -"Comas, mira". Cada palada que tiraba al camión decía: -"¡Oro molido!... ¡Oro molido!...". Y tenía razón. Los escombros eran de las celdas, que tan pronto como las terminaban, las echaban abajo. Continuamente.


Foto: Manolo Comas en el Valle de los Caídos, 1949 o 1950.

19.3.08

112

Después me explicó que lo que iba a deshacer yo, ya lo habían hecho varias veces. Viene el contratista, ve que las puertas están unas frente otras, hay corriente de aire y es malo para los seminaristas. Viene el aparejador, no le gusta el modelo de celdas, al suelo. Va Franco, no le gustan, y así sucesivamente, tirando y construyendo. Con que, con el pico, empecé a tirar celdas. Cuando vino uno de los encargados, me dijo que me lo tomase con calma, me invitó a fumar y estuvimos mucho rato hablando. Sin decir nada, me di cuenta que el trabajo lo debía llevar moderadamente.
Al día siguiente, vino un encargado que había sido preso y pertenecía a nuestra organización. Me preguntó si sabía manejar la maza y el puntero. Yo le contesté que eran herramientas de minero, y yo era minero profesional. Así que me dio un juego de punteros y una maceta, y ves haciendo estas rozas que están marcadas. Así iba haciendo. Cuando venía el encargado, yo paraba a fumar y charlar con él, cosa que veían mal los otros componentes rocistas, el que yo parase con el encargado delante. Ellos, entonces era cuando trabajaban. Yo les dije que me justificaba la faena. Aunque los que había eran malos rocistas. Había veces que estaban sentados cuando no estaba el encargado, y para hacer ruido, picaban el pistolete sin clavarlo. Yo les decía que yo, de ser encargado, sin estar delante, sabría quien rendía y quien no.

18.3.08

111

Al día siguiente, me presentaron a mi encargado general, de los que había cuatro o cinco en el edificio. El edificio, también llamado monasterio, se compone de dos pisos y un ático en forma de parrilla; es de unas dimensiones fabulosas, con unas trescientas celdas de una construcción interior inmejorable, con calefacción interna, teléfono, agua corriente, baño con ducha y bañera normal con unas capas de alquitrán y una pintura impermeable, y una decoración perfecta. A cada lado del pasillo central había una sala. Esas salas estaban dedicadas a la dirección del piso. Los bajos eran todos salas y locales grandiosos, que desconozco para qué los querían.
Así que estaba con el encargado general, que era más ancho que alto, y que siempre estaba blasfemando a Dios y al Diablo (pero que no le tocasen la Pilarica, que era su patrona, y para él era cosa sagrada). De modo que dice: "Coge ese pico y ves tirando todo eso". Yo digo: -"¿Eso, qué?". Dice: "Eso, esas paredes. Aquí, lo que se hace hoy, se tira mañana, mecauen Dios".

Cruz del Valle de los Caídos

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Foto: Cruz del Valle de los Caídos.

17.3.08

110

De modo que a Antonio Rodes y a mí nos hicieron montar en un camión y, junto con el funcionario -que andaba cojo y se llamaba don Nico- nos fuimos a la estación del Escorial, que estaba a 16 km. Llegamos allí, y nos mandó ir cargando el camión de ladrillos. Estábamos cargando, y a cada momento iban cayendo chubascos, y nos refugiábamos en el muelle. Allí, los dos comentamos: "¡Mira que dejar dos presos solos en una estación!". Pero sabían que llevábamos muchos años de cárcel, y no nos íbamos a jugar la condicional, con el tiempo que nos quedaba.

Con que por fin cargamos el camión, "¿Y ahora qué hacemos?". Cansados de esperar, decidimos ir al bar a comunicar que ya habíamos terminado. Cuando entramos en el bar, fuimos la nota de atención de toda la concurrencia, que era mucha. Nos miraban como bichos raros con aquel uniforme y la boina del mismo color. Así que les comunicamos que ya estaba cargado. Estaban jugando a las cartas, e insistieron mucho en que bebiéramos algo. Pero, dándonos cuenta de que éramos el centro de atención de todos, nos fuimos al camión. Aún tardaron un buen rato en llegar. Por cierto, que cuando llegaron, nos dijeron que habíamos corrido mucho cargando.

16.3.08

109.- Valle de los Caídos

A mediados de Octubre, o poco antes, nos mandaron al Valle de los Caídos. Tan pronto llegamos -ya era el atardecer- nos destinaron a los tres del pueblo al Barracón, donde luego acudieron todos los trabajadores, que estaba compuesto por unos ciento cincuenta de delitos diversos. Los más eran compañeros, que nos fueron presentados todos y nos dieron una gran acogida todos en general. Y, en especial, Manuel Fernández, que era el Secretario General de Galicia, y Ramón Remacha, que era aragonés, y de gran estima en la organización por sus actuaciones. Allí tenía mucha personalidad en la obra. En la oficina había un Oficial, y un funcionario con dos presos compañeros nuestros.



Al día siguiente, nos formaron en la calle, y los primeros en llamar fuimos nosotros. "¡Los mineros, que den un paso adelante!". Y salimos los tres. Nos llamaron por el nombre; después: "¡Los carpinteros, que den un paso adelante!". No salió nadie. Después dice: "¡Fulano de Tal!". "Presente", responde uno. "¿Usted no es carpintero?". Dice: "¡Yo soy confitero!". "¡Pues a buena parte has ido a parar para hacer confites!". Al resto los mandaron a trabajos diversos.
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Imagen: Valle de los Caídos (vista frontal).

15.3.08

108.- Estancia en la cárcel de Yeserías

Al llegar, el primero con el que hablé fue Juanito Torres, que ya había visto nuestro expediente. También vino Cecilio Rodríguez y tres más, que todos habían formado uno de los Comités Nacionales. Cuando les hablé sobre lo que me había dicho Juanel de salir a trabajar, consideraban que tenía demasiada condena (era de quince años) para eso. Así que no veían muy claro el asunto.
En seguida me dieron destino. Me mandaron al chequeo de los paquetes de comida que entraban. Así conocí un elemento muy original. Se trata del "Consorcio de Franco", un elemento de una figura un poco rara: una altura de metro cincuenta, con ciento treinta Kg. de peso, era un sistema como un saco ancho, con dos palos, uno en cada lado del saco, y una calabaza para cabeza, sin cuello, pegada a los hombros. Le entraban un bolso de comida, jarabes, piorreas, reforzantes, y otras especies, con un valor mayor que entre todos los demás paquetes que entraban. Lo tenían en la enfermería, tipo camuflaje. Le subía el bolso, que casi no podía con él. A pesar de que me tenía que firmar el libro, durante varios días de mi estancia allí, nunca me dio las gracias ni oí su voz. Según las versiones que daban de él, lo querían linchar los estudiantes de Madrid, a consecuencia de unas estraperladas con los alimentos que mandaba Eva Perón, en especial barcos de lentejas para matar el hambre de aquella época. Y para despistar, lo camuflaron en Yeserías a cuerpo de rey. Para comunicar, no sé si era su señora o qué, pero lo vi personalmente, se cerraba con una mujer en la sala de Jueces cada día. No tenía relación con ningún recluso de la entidad. Yo, como tenía ese destino, me veía obligado cada día a llevarle el paquete que le mandaban. A lo pronto, parece que le molestaba el que después que firmaba, sin mirarte siquiera, le decías adiós y no te contestaba. Era repugnante.

14.3.08

107.- Traslado a la cárcel de Yeserías

Así que a la madrugada llegamos a Ciudad Real. La cárcel estaba lo menos a tres kilómetros de la estación. Una cárcel con un sistema de paridera; un patio en el centro de unos 12 metros de ancho por otros 12 de largo, con tres departamentos, que era donde dormíamos. Tenía una capacidad de una treintena, y llegamos a estar cerca de trescientos, de todas las especies, empezando por invertidos, criminales, ladrones, chorizos y demás. Sólo había un váter, que dormíamos al lado, por la recomendación que nos había dado Juanel ("el Cabo, un preso común, os tendrá alguna consideración"), y nos puso a su lado, protegiéndonos de la avalancha de depravados que lo invadían todo. No estuvimos mucho tiempo, pero los días se hacían interminables.
Así, un día, inesperadamente, formaron una expedición de un centenar y nos mandaron para Yeserías, que era la Cárcel Hospital, considerada la más moderna.
Cuando llegamos a la estación de Madrid, nos metieron a toda la formación en la sala de espera, pero así como entraba la gente, que era continuamente, quedaba parada, al ver la formación tan rara, con traje de penados. De modo que, al ver que llamábamos la atención de todos, nos hicieron salir, y nos trasladaron detrás de la estación, y así no nos veía nadie. A pesar de que no estaba muy lejos, no se atrevieron a trasladarnos a pie, por no llamar la atención de medio Madrid y mezclarnos con el personal.
Por fin, vino el camión, y nos hicieron montar los pocos que íbamos a Yeserías, y el resto los trasladaron a Carabanchel Prisión Provincial.

13.3.08

106

Creo que fue a mediados de Agosto cuando nos dieron la orden de partida. Nos montaron en un camión a unos quince, todos atados de dos en dos, salvo en el caso de Antonio Rodes, que le pusieron un tercero entre los dos, cosa que me hizo mucha extrañeza de que no le esposasen solo. Así que nos metieron en el camión para mandarnos a la estación. Pero antes de arrancar, subió el jefe de la expedición y nos dijo: -"¡Oído! ¡Si alguno se escapa, al que se queda le pego un tiro en la nuca!". Bajó del camión y arrancó enseguida para la estación.

Cuando llegamos a las cercanías de Albacete, entró un hombre con un cinturón lleno de navajas de Albacete, pero al entrar y ver la clase de gente que éramos, y con traje de penados, ya no acabó la frase y se volvió.
Al llegar a Albacete, al que iba atado en medio de Antonio Rodes, lo bajaron. Después, el jefe de la expedición pasó por los departamentos pidiendo perdón por la frase que nos soltó en Valencia. La causa era que se le había fugado dos veces, y por eso lo puso entre medio de los dos, porque era un preso peligroso. Nos dijo que el informe que tenía de nosotros era muy distinto a la frase que nos había soltado.

12.3.08

105

El otro departamento estaba destinado a la barbería y ducha, y casi la mayoría, entre duchas y lavabos, pasaba por allí. Yo, de la sexta galería, tenía que bajar ochenta escaleras para asearme. El fuerte del trabajo era la palma, haciendo toda clase de bolsos y otras cosas muy bien hechas, que se mandaban por todas partes. Mi compañero Juanel mandó muchos pedidos, y mi familia le giraba los dineros a San Miguel.
En lo alto del edificio había un torreón que lo utilizaban para la desinfección de los petates. Cada dos por tres nos daban la orden de pasarlos. Aunque había un grupo de comunes que tenía una agencia, que pagando una peseta por colchón, lo llevaban y te lo devolvían.

Así iban transcurriendo los días, cuando nos pasaron la orden de traslado para trabajar, sin saber dónde nos mandaban. Comentando con Carrasquer, me decía que no saliese a trabajar, porque sería mucho mejor para mí, ya que podría continuar los estudios, que eran muy importantes. De lo contrario, suponía el abandono, en un momento en que progresaba mucho. Y estuve en un tris que no renuncié. En cuanto a Juanel, me dijo todo lo contrario. Me dio una lista de nombres que encontraría, en especial en Yeserías, como Cecilio Rodríguez, Juanito Torres, Manuel Fernández y otros tantos, pero todos de memoria. También me recordó que intentasen influir para que él saliese a trabajar.

11.3.08

104

Así iban transcurriendo los días. Cada semana tenía un día de limpieza. Teníamos que barrer dos patios. Uno era casi como un campo de fútbol. El otro, como la mitad del mayor. Los pisos estaban compuestos por cuatro bloques con cuatro pisos cada uno, y la Iglesia en medio. Allí formábamos 1.200 personas, y sobraba una capacidad de espacio fabulosa. Dentro de los arcos laterales, nunca vi formado a nadie. El Altar del centro era grandioso, con un San Miguel matando el Dragón con una espada de lo menos cinco metros, de un valor incalculable.
La altura de los pisos era de veinte escaleras de losa, que cuando bajabas, tenías que ir con mucho cuidado, pues eran muy resbaladizas, porque estaban muy gastadas por el uso. Podían bajar cuatro personas sin tocarse. Para fregarlas, nos poníamos dos con una bayeta cada uno, le dábamos una pasada mojándolas, y en un momento fregábamos las ochenta escaleras.
Los bajos estaban ocupados de la siguiente forma: uno era para el ensayo de la banda, y parte, para la desinfección; otro para economato, cocina y no sé qué más; encima, los tres pisos eran para talleres; otro de los bajos era de artesanía, donde trabajaban los de la piel, la plata, la disecación de pájaros o pulirlos, encuadernadores, y otras especies de artesanía. El encargado del salón era Sigfrido Catalá, que era diseñador de piel.

10.3.08

103

Un día, nos pasó un caso muy chocante. Estábamos en el patio, y oigo la voz del ordenanza llamando: "¡Manuel Comas Cabistañ, a censura!". Con que subo a censura con el ordenanza, que era compañero mío, y entramos pidiendo permiso. -"¿Usted es Manuel Comas?". -"¡Sí, señor!". -"Usted ha escrito una carta haciendo mofa del Generalísimo". -"¿Yo? No sé de qué". Y con voz autoritaria, dijo: -"Usted dice que si el General aquí, al General lo atropella una bici, pasa un tranvía y también lo atropella. ¡Esto es hacer mofa!". Y acto seguido le contesto: "¿Y que culpa tengo yo de que mi cuñado tenga o le pusieran General como nombre de pila?".
Todos los empleados, que eran unos diez, explotaron en una carcajada descomunal. Por cierto, que eran compañeros, y el domingo, a la hora de la tertulia del café, hubo tema a cargo mío, de lo chocante que resultó el hecho del oficial de censura con el caso mío. Pero tuve que modificar la carta, tachando delante de él la palabra 'General' por la palabra 'Cuñado'. La realidad era que mi cuñado en pocos días había tenido dos atropellos en Barcelona.

9.3.08

102

En la Cuaresma, todos los días nos hacían ir a misa durante más de dos horas, que, entre formaciones y desfiles, pasábamos la tarde. Había dos curas. Uno era de formas afeminadas. El cojo era el encargado de decir la misa, y el otro leía la epístola en el púlpito. Después de que nos lanzaba continuamente arengas de mal gusto, cuando terminaba, decía: "¡Ahora rezaremos un Padre Nuestro para el que se muera de los que estáis aquí presentes!". Las miradas de los reclusos, todas al unísono, se clavaban en el cura mallorquín.
El domingo de Pascua pasaban la orden de que el que quisiese comulgar, que pasase por la sacristía. Llegada la hora, no comulgaban más que los monaguillos, y un funcionario.

El cura cojo era muy chocante. La mayor parte del tiempo se lo pasaba con una escopeta del veintiocho ampaytando los pichones del palacio, que estaba fornido. Después los guisaban en el economato y venía el cura de Paterna, y merendaban los dos opíparamente.
Después, en los domingos, el cura de Paterna se preparaba el discurso, diciendo en el sermón que había pasado la semana conviviendo con la miseria de los presos, alentándolos, consolándolos y mimándolos. Y lo cierto era que a lo que venía era a ponerse como el Kico en el economato con los pichones y un chato tras otro, que salían colorados como pimientos. Así pasaban la mayor parte de los días, y veíamos como los pichones poco a poco iban desapareciendo, y eso que al principio los había abundantes.

8.3.08

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El compañero Muñiz estudiaba esperanto. Cuando, hace dos o tres años, hacían el programa por la tele de 3 x 4, presentado por la Julia Otero, concursó, y batió el récord de respuestas. Pidió como premio la colección de los libros de esperanto. Después, tenía la opción a tres llamadas telefónicas para conseguir un coche. Tenía que averiguar no sé qué en Sabiñánigo, y preguntó si podía llamar a un compañero para que le informara. Yo estaba viéndole, y le dije a mi mujer: "¡Éste llama a Manuel Trem Torres!". No hubo manera de ponerse en contacto después de muchas llamadas.
Al día siguiente los llamé yo, y me contestó su señora, que estaban esperando la llamada, y no hubo manera. Al día siguiente, Manuel se fue a Barcelona a TV3 para saludarle, y me dijo Manuel que se les portaron muy bien en la tele·

La población reclusa de San Miguel era de alrededor de los mil cien. Unos cuatrocientos eran maquis de tendencia comunista; otros tantos de la CNT, y el resto de delito común. Las relaciones entre ambos eran normales, ni buenas ni malas.

7.3.08

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Después de las tertulias, nos íbamos al cine. Nos costaba 50 céntimos. Un día nos hicieron una película que salimos todos decepcionados. Resulta que el argumento se basaba en que unas señoras de avanzada edad se dedicaban a recoger ancianos, los cuidaban muy bien y, cuando los tenían recuperados, les daban unas píndulas que les proporcionaban una muerte muy dulce. Después, les preparaban unos ataúdes muy adornados. Y entre las cuatro los bajaban por las escaleras al jardín, donde les daban sepultura con todas las pompas funebres.
Así que salimos todos decepcionados de la sesión de cine de aquel domingo. Yo comenté el programa con algunos compañeros, y todos coincidían conmigo. Pero cuando lo comenté con el Carrasquer, me dijo que el próximo domingo lo comentaríamos. Llegamos al domingo siguiente, y en la tertulia del café empezó el debate y los comentarios de la película. En la tertulia estaba Sigfrido Catalá, Isidro Guardia, Juan Sastre y muchos más, que formábamos un grupo de una veintena. Cuando ya habíamos hablado todos, Carrasquer llamó a Muñiz (que resultó ser hermano del entrenador que mandó a Barcelona a mi hijo Ismael) y le dijo que leyera lo que llevaba escrito. De modo que sacó unas cuartillas, empezó a leer, y nos quedamos todos impresionados y con ganas de volverla a ver.

Al días siguiente, en la clase, me atreví a preguntarle que cómo es que un grupo como el que estábamos, todos coincidimos que la película no valía la pena para comentar, y ahora todos estábamos deseosos de volverla a ver. Y él me contestó: "Muy fácilmente. Vosotros visteis las imágenes que no eran agradables. En cambio, el diálogo, que era inmejorable, vosotros no lo escuchabais".
Un día le dije que tenía una mentalidad envidiable, y él me contestó que las personas, cuando pierden un miembro, recuperan otro.

6.3.08

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Así que nos pudimos reunir cinco compañeros, y nos pusimos a dar clases en la Biblioteca, que estaba al lado de las clases de la escuela. Así empezamos, y, francamente, íbamos progresando bastante bien. La clase consistía en leer y, de cuando en cuando, nos hacían hacer un comentario, y continuando cada uno por su turno. Después, escribíamos al dictado para el ejercicio de la mañana, lo que nos forzaba a hacer el comentario. Había veces que, por error de imprenta, había alguna fecha equivocada, nos hacía retroceder a otros capítulos que hablaba del mismo tema, y a pesar de no tener vista, [Félix Carrasquer] siempre tenía razón. Nos sentábamos en una mesa, y así pasábamos las horas de clase. Pero, de golpe, nos dimos cuenta de que un funcionario nos estaba observando cada día. Hasta que, un día, vino el director de la escuela, y nos dijo que, si queríamos seguir estudiando historia, tenía que ser controlada por el Capellán. Le contestó que la que nos tenía que enseñar el Capellán, hacía muchos años que la teníamos pasada. Así que tuvimos que dejar la escuela, y decidimos hacerlo al patio, hasta que se puso enfermo, muy enfermo.

También los compañeros organizaron la 'República del Café', y todos los domingos nos reuníamos en un departamento que le llamaban 'Inválidos', después de comer. Allí se debatían los acontecimientos actuales. Mi paisano Soler y yo nunca podíamos intervenir, porque nuestras mentes no alcanzaban a dialogar con ellos, pero se hacían muy importantes.
Todos los que recibíamos café de casa, parte de él lo compartíamos con el grupo, y el encargado de hacerlo era Manuel Trem, que era el delegado de la enfermería.

5.3.08

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En aquellos días, ingresó Félix Carrasquer, que, a pesar de ser ciego, es una de las mentalidades más despejadas que jamás haya habido.
El primer día nos obligaron a ir a la escuela. Después, se formó un grupo para dar clases de Contabilidad Comercial. Empezamos las clases, y el profesor no hacía más que escribir al dictado. Al cabo de los días, yo le dije que no entendía la manera que llevaba la enseñanza, y le demostré que la Contabilidad se enseña con ejercicios prácticos. El resto de los alumnos le contestaron que ignoraban cómo se hacía; así que terminó la clase. Después, el jefe del grupo, un tal Enric, que era maqui él y todo el grupo de clase, me pidió que les diese clases yo, pero yo me negué. Entonces me dijo que si fuesen de la CNT sí que hubiese aceptado, y tenía razón. El tal Enric descendía de Mequinenza.
Después me llamó Félix Carrasquer, y me dijo a ver si tenía a bien que formáramos una clase de Historia de la Civilización, y que buscase unos cuantos más. Total, que le cité unos cuantos nombres, entre ellos A. Soler y A. Quintana, de mi pueblo, y me dijo que se lo dijera, pero que no me aceptarían; y así pasó.

4.3.08

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Yo las compraba (las chistorras) y, con dos alambres, uno lo pasaba por el chorizo, y el otro, con dos almendras: las encendía, y con el pringue del chorizo sobre el pan y la llama de las almendras, se formaba un aroma por la galería que todos me gritaban: "¿Que están asando un cordero o qué?". No valía mucho, pero el hambre hacía muy buena salsa.
A mí, cada quince días me mandaban dos panes grandes, los cortaba en diez trozos, y los ponía a secar. Así no se florecían, y tenía un trozo para cada día. Por la noche, le tiraba unas gotitas de agua, lo envolvía con un trapo y, al día siguiente, parecía recién hecho. También, con mi compañero de celda Juanel, con un lata pequeña mandamos hacer un hornillo con alcohol, y muchos días nos hacíamos café.

Juanel era un hombre muy especial. En la celda, no paraba con la palma, no se le veían las manos; y cuando no, escribía continuamente. Fue una persona muy destacada en la guerra: fue Comisario General del Ejército del Este. También fue Consejero de la Generalitat de Cataluña y Secretario General de la CNT en el exilio, y pasó a organizarla en España clandestinamente. En Francia, fue muy perseguido por los alemanes, porque estaba enrolado con la resistencia. Su mujer fue una gran escritora, Lola Iturbe, considerada una de las mejores literarias de su época. Con ella vivía, junto con su hija, la hija de Buenaventura Durruti.

3.3.08

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Hicieron la distribución del personal, y a Caballero y a mí nos metieron al salón de los comunes. Pero protesté que yo no tenía que estar allí, y lo conseguí, y me llevaron con los políticos. Al día siguiente me mandaron a la sexta galería, que era la más alta. Por cierto, que tuve que escribir a casa urgente para que me enviasen una manta, porque, por las mañanas, se me ponía la humedad entre los huesos y lo pasaba fatal. Tuve que coser los papeles que tenía a la manta para que hiciese de impermeable.
El menú, por la mañana, constaba de lo siguiente: una especie de sopa que estaba hecha de un sofrito de cebolla, y unos panes que ponían a remojo, después los deshacían, hacían hervir el agua, tiraban el sofrito y te daban el almuerzo. Yo iba a buscarlo con una lata de leche de 350 gramos, y creo que nunca me lo llenaron. Para comer y cenar, los diez meses que estuve, siempre vi la misma comida: una especie de potaje compuesto por patatas, garbanzos y arroz, con unos huesos que, el día que te ponían uno al plato, ya lo podías dar por comido, porque te cogía todo el plato. No se entretenían en cortarlos.
Suerte que la gente, casi todos, estaban empleados con la palma, la piel y otras actividades, que les permitían comprar al Economato patatas asadas o moniatos; también vendían una especie de chistorra, que yo compraba mucho. Le decían "chorizos atados".

2.3.08

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A los veinte días, nos sacaron del periodo, y al llegar al patio, nos hicieron las presentaciones. Allí estaban las primeras figuras de la CNT, como Juanel Sigfrido Català, un tal Canet, Manuel Morell, Isidro Guardia, Juan Sastre, que ya nos conocíamos de Zaragoza, y una cantidad innumerable.
También me presentaron a un Catedrático ya muy mayor, que era monárquico. Cuando le dijimos al Catedrático que éramos de Mequinenza, nos hizo referencia al Ebro. Dijo que, en la época de Primo de Rivera, estuvo en Caspe porque presentó un proyecto de hacerlo navegable desde el Cantábrico al Mediterráneo, que no se llevó a cabo por la muerte de Primo de Rivera. Dio la casualidad de que entonces yo, que era un crío, fui a Caspe con mis padres y mi hermano Antonio, que tenía dieciocho meses. También nos dijo que tenía correspondencia con el Papa y fray Daniel, que era el prelado de España, y que querían interceder para sacarlo de la cárcel; él decía que no, que quien lo había metido, que lo sacase. No llegué a enterarme por lo que estaba, pero dejó ver que era a consecuencia de desacuerdo con el régimen. Lo tenían destinado a la enfermería porque era muy mayor, y tenía poca salud.

1.3.08

94.- Llegada a la cárcel de San Miguel de los Reyes

Alrededor de la una, llegamos a aquel palacio, que decían que era de los Duques de Calabria. Nos metieron dos en cada celda. De los seis que íbamos del pueblo, a mí me tocó con José Caballero Palmar, un andaluz tan tacaño que, por no gastarse una peseta, sufría morirse de hambre.
Así que, a la que rayaba el alba, nos despertó el runruneo de los pichones, y, a continuación, el grun grun de los gorriones, que estaban a punta pala.
Pero lo que más nos sorprendió fue que, al abrir la puerta, se presentó un compañero, que no conocíamos, y se nos ofreció por si teníamos necesidad de alguna cosa, comida, o si queríamos escribir alguna carta, para pasarla clandestinamente por el tubo. Y que estaba sabedor de todo nuestro expediente, y que era el delegado de la enfermería. Se llamaba Manuel Trem Torres, hijo de Altorrincó, estaba condenado a treinta años por hechos de guerra y era el comodín de San Miguel.

La celda que teníamos medía 2 metros de ancha por 2,5 metros de larga, y nosotros, dispuestos a pasar los veinte días de incomunicación. Yo, para que se me hicieses más amena la vida, me organicé un ejercicio de Contabilidad simulada, de tres meses de unos almacenes al por mayor. Pero resultó que, claro, me ponía a trabajar, y no me daba cuenta de que el compañero, que ni leía ni hacía nada, se lo pasaba fatal. Iba repitiendo: "¡A mí sí que me ha tocado el veinte!". Con que me di cuenta enseguida, y de cuando en cuando dedicaba el rato a hablar y canturrear, que le gustaba mucho. Cuando me veía con tantos papeles esparcidos por la celda, decía que no entendía cómo no me se hacía la cabeza agua.