13.2.08

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Al día siguiente, por la mañana, después del café, vino el funcionario y me acompañó a la puerta, en la que había una señora con una lechera y unos bizcochos para su marido. Cuál sería mi asombro, al entrar en el salón y ver, en un rincón, tirado, y con unos ojos que le saltaban de la cara, al jefe de la Brigadilla Social: el famoso Tomás Romero Miguel, hijo de la Puebla de Híjar. Por sus manos habíamos pasado más de noventa políticos, entre los pueblos de Lérida, Alcarrás, el Cogull, Fraga, Ontiñena, Torrente de Cinca y Mequinenza.

Al entrar, digo:
-"¡Hombre, sí que es raro ver por estas casas a los defensores de la ley! ¡A los protectores del bien social! ¡A los que matan a palos porque no están de acuerdo con sus ideas! ¡Y tan puros y tan buenos que van cada día a comulgar para quedarse limpios, y, después, volver a proceder contra aquellos trabajadores que no tienen más misión que trabajar en las entrañas de la tierra para mal vivir!".
No hacía más que llorar, cuando por último le dije que me era muy fácil matarlo de un puntapié, pero mi dignidad me impedía usar la Ley del Talión. Entonces vino el funcionario y me dijo: -"Comas, vámonos".
Cuando fui al patio, a los más de noventa presos que habíamos pasado por sus manos les expliqué el caso. Fue una ovación tan sonora que se oyó de lejos.

La cuadrilla de estraperlistas que ingresó, junto con los dos policías, se dedicaban, con una cuba de unas cuatro toneladas, compraban el aceite. Figuraba que lo compraban en Las Garrigas; y entonces aparecía la Brigadilla, y decomisaban el aceite, que entonces eran unas divisas muy importantes. Y encima les amenazaban y les ponían una multa. Y así iban operando, complicando a gentes de altas esferas.