Salí con dos de Alcampell. Ya en la calle, con un aspecto deplorable, nos encaminamos para casa. Yendo por una de las calles principales, se nos acercan dos mujeres ya mayores:
-"¿Que han salido de la Plaza de Toros?".
-"Sí, señoras".
-"Se les nota. ¿No se comerían un puchero de lentejas?".
-"Rabiando estoy por unas".
Con que nos sentamos en la acera, dispuestos a devorarlas, cuando se presenta una tercera mujer, y dice:
-"¡Pobre gente, y las comen sin pan!".
-"Y ricas que están".
Al momento, aquella señora nos daba una barra de pan blanco, pero de inmediato se presenta su marido: -"¿Pero qué haces? Si no tenemos otra, y tenemos tres hijos pequeños". Entonces, cogí la barra de pan y se la devolví. Les dije que con las lentejas ya salvábamos la situación, y que aquel gesto de las tres mujeres no lo olvidaría nunca, aunque viviera cien años.
Después nos explicaron que en el puerto había una sierra de lentejas, las cocían, iban a la Plaza de Toros, daban nombres imaginarios, las entraban, pero se las devolvían, al no encontrar un nombre, con la atrocidad de hambre que había.