Los domingos que podíamos descansar, a primera hora nos hacían levantar y, después del recuento, nos hacían sacar todas las literas y fregar el piso para oír misa. Venía un cura de Buytrago con un monaguillo alto, que le clareaban las orejas. Llevaba una maleta de madera. Abría la maleta encima de la mesa, y sacaba dos candelabros, una cruz y un mantel. Nos hacían formar, y a la misa.
El monaguillo, durante la misa, cogía la cera de las velas ardiendo, y era un desaire haciéndose uñas largas, con un estado de nervios que llamaba la atención de los presentes. El cura no hacía más que tocarlo con el pie para que se estuviese quieto, cosa que no conseguía.
Los cuatro del pueblo, después de la misa, nos íbamos a pescar debajo del pantano. Con un anzuelo y una lombriz, no hacíamos más que tirar y sacar peces. Garín tiraba la caña, Soler los sacaba del anzuelo, Rodes los pasaba con una cuerda, y yo los freía, hasta que considerábamos que ya teníamos bastante para comer. Y así iban pasando los días.