15.8.09

152.- La felicidad del cerdo

Antiguamente, la salvación de los payeses consistía en poder criarse un cerdo. A poder ser, de 100 kg. Siempre se tenía donde cortar. Los perniles y las paletillas se curaban para el verano. Algunas paletillas las deshuesaban para hacer más longaniza y salchicha, que, como no había neveras, se guardaban en adobo.
Del cerdo todo es aprovechable. Cada pieza tiene un sabor diferente. El pernil tiene mil sabores. Hasta el hueso para el caldo es fabuloso. La paleta tiene sabores distintos. La panceta tiene también un sabor especial. Los témpanos (el tocino) eran la dispensa de la olla de todos los días. La cabeza, el corazón, la frejulia, la lengua y los desperdicios se hervían todos para los chorizos. El sebo se cortaba a trocitos para la morcilla.

La matanza del cerdo suponía una festividad a lo grande. Unas semanas antes ya pedías un jornal para ir a preparar las aliagas y la leña para la hoguera. Llegaba el día de la sentencia. El cerdo había sido el contenedor de basura de la casa. Consumía todos los desperdicios: sobras de comida, crostones de pan, despojos de coles, patatas, broquils, ... todo iba a parar al caldero del cerdo. Después, con un poco de salvado (segó) se formaba un amasijo en un caldero, y para el cerdo. Por la noche le solías dar unos puñados de maíz o cebada.

La noche antes de la matanza, el cerdo ya no cenaba. Se tenía en capilla para que tuviese las tripas vacías. La víspera de la matanza se hacían los preparativos: se avisaba al matachín, y él daba la hora. Por la noche se encargaba sangre y tripas de buey para las morcillas. Se hacían varios panes de sopas y un saco de cebollas, que se hervían y, una vez escurridas, se mezclaban con la sangre y el pan para la morcilla.

Se solía invitar a las familias del primer grado, que se repartían el trabajo entre todos. Después, cuando les tocaba a ellos, canviaban el envite. Por fin, llegaba la hora: las 4 de la mañana. A esa hora ya estaba todo el mundo en pie. Incluso ya llegaban los familiares. Con que lo primero, a arreglar el candil de carburo. Los familiares también llevaban un candil. Así que, todos reunidos, con una pala, las aliagas, los romeros, cubos, capazos y una mesa, para la orilla del Ebro. Había que repasar todo el contorno de la orilla, para que no hubiese ninguna mierda. Allí hacíamos una fogata, poníamos los tres pies de hierro, el caldero encima, y a subir agua del río hasta llenarlo (unos sesenta o setenta litros). Otros bajaban el cerdo a empujones, con una soga atada a una pata. Entonces venía el matachín con el banco al hombro, el capazo de los trastos, cuchillos, hachas, piedra tosca, rascadores, etc.

Ya dispuesto el matachín con el gancho en la mano, y 4 o 5 personas más -uno en cada pata y otro en la cola- se subía al banco. El matador clavaba el cuchillo afilado en la papada. Y una mujer con los brazos arremangados y un cubo, iba removiendo la sangre para que no cuajara. El pobre cerdo daba unos chillidos espantosos, despertando a todos los vecinos de alrededor, hasta que no le quedaba una gota de sangre. Después, la sucarrina: aliagas en mano, se le quemaba todo el cuerpo y, con las rasquetas, se rascaba lo quemado por la fogata hasta dejarlo bien limpio. Se ponía atención con el fuego en las pezuñas, que se las arrancaba cuando estaban templadas. El matachín las tiraba, y los chavales, que estaban al aguait, ya no las dejaban caer al suelo.
Después, ponía el cerdo en el banco en posición normal, y le hacía un corte por la espalda, del cuello a la cola, por encima de la espina dorsal. Sacaba los solomos y cortaba las costillas. Extraía la prueba para el veterinario de la melsa, las costillas y la lengua. Cortaba los perniles, las patas y cabezo, y a acarrearlo para casa. El matachín se cortaba una chulla para almorzar. Después, las mujeres se quedaban para limpiar las tripas con el caldero hirviendo, desaguando en el río, y volviendo las tripas del revés, poniendo cortes de limón y peladuras de naranjas agrias, y subiendo agua del río.