Pero, al día siguiente, el asombro fue general. No sé el día que estábamos. Eran los primeros de Abril, no sé si el cuatro o el cinco. Había unos almendros cargados de almendras del tamaño de peladillas fabulosas o avellanas, y protegidas por el verdor de las hojas. El primer día, nadie tocó nada de las cuatro o cinco hectáreas que había plantadas de almendros. Pero, al día siguiente, aparecieron los almendros con el brote más delgado como media muñeca. Lo mismo que si hubiera pasado una tormenta de piedra que deja devastada de una manera catastrófica de lo más deplorable. No creo que volvieran a reverdecer.
Las mujeres de Alicante se esforzaban llevando cántaros de agua. Algunas cobraban hasta mil pesetas por un trago. Pero, como el dinero no tenía ningún valor, era igual que si la regalasen. Porque tanto en el puerto como en los almendros había dineros hasta la rodilla, y nadie los recogía. Acampábamos todos tirados al suelo, hasta que un día se presentaron unos grupos armados hasta los dientes, y, a empujones, nos hicieron ir para la carretera. Y, por las afueras de Alicante, nos condujeron a la plaza de toros. Nos metieron a unos diez mil, todos amontonados. Primero nos hicieron formar al ruedo, en forma de media luna. Y pasaron unos tipos, vestidos de falangistas, armados hasta los dientes, haciéndonos un registro de pies a cabeza, que no quieras saber. El que les parecía sospechoso, se lo llevaban y ya no sabíamos más de él.