El jefe de servicios era el prototipo del retrato de Hitler, con una mancha en la cara, de lo que lo llamaban 'el Manchas'. Era recto en disciplina. Los días que estaba él, no circulábamos por ninguna parte, y así no le dábamos lugar a que nos castigase. Por las noches, cuando tocaban a oración, si no contestábamos con la voz de "¡Franco!", nos tenía formados hasta que consideraba que lo habíamos hecho todos.
El peor de todos era el director. Era tuerto y cojo, porque lo atropellaron, y tenía alergia a los chóferes. Cuando estábamos formados en el patio, pasaba revista de pelo, y como alguien tuviese el pelo de dos semanas, le preguntaba: -"¿Usted por qué no se corta el pelo?". Le contestaban: -"...Mire usted, es que tengo que salir a juicio", o "voy a salir en libertad...". Él replicaba: -"¡A la barbería!¡Aquí no hay más tupé que el mío!". Y tenía una cabeza como una bola de billar.
Después de la limpieza del salón, con el ojo que tenía, miraba si los montones de los petates no estaban bien alineados, y empezaba a patadas hasta que los deshacía. También miraba los cristales, y decía: -"Todos los cristales quiero verlos como éste". Y no había cristal.
Los domingos, una hora antes de la misa, nos hacían formar, alinear y ponernos firmes y, antes no empezaba la misa, ya estábamos agotados. Después, al terminar, se juntaba con las monjas, arrimándole la tripa hasta tocarse con la de la monja descaradamente, en presencia de todos, hasta del cura y el resto de la plantilla. Así nos tenían, hasta que les rotaba, que nos tenían a mil personas o más formados en el centro y galerías.