En la Cuaresma, todos los días nos hacían ir a misa durante más de dos horas, que, entre formaciones y desfiles, pasábamos la tarde. Había dos curas. Uno era de formas afeminadas. El cojo era el encargado de decir la misa, y el otro leía la epístola en el púlpito. Después de que nos lanzaba continuamente arengas de mal gusto, cuando terminaba, decía: "¡Ahora rezaremos un Padre Nuestro para el que se muera de los que estáis aquí presentes!". Las miradas de los reclusos, todas al unísono, se clavaban en el cura mallorquín.
El domingo de Pascua pasaban la orden de que el que quisiese comulgar, que pasase por la sacristía. Llegada la hora, no comulgaban más que los monaguillos, y un funcionario.
El cura cojo era muy chocante. La mayor parte del tiempo se lo pasaba con una escopeta del veintiocho ampaytando los pichones del palacio, que estaba fornido. Después los guisaban en el economato y venía el cura de Paterna, y merendaban los dos opíparamente.
Después, en los domingos, el cura de Paterna se preparaba el discurso, diciendo en el sermón que había pasado la semana conviviendo con la miseria de los presos, alentándolos, consolándolos y mimándolos. Y lo cierto era que a lo que venía era a ponerse como el Kico en el economato con los pichones y un chato tras otro, que salían colorados como pimientos. Así pasaban la mayor parte de los días, y veíamos como los pichones poco a poco iban desapareciendo, y eso que al principio los había abundantes.
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