Así iban transcurriendo los días. Cada semana tenía un día de limpieza. Teníamos que barrer dos patios. Uno era casi como un campo de fútbol. El otro, como la mitad del mayor. Los pisos estaban compuestos por cuatro bloques con cuatro pisos cada uno, y la Iglesia en medio. Allí formábamos 1.200 personas, y sobraba una capacidad de espacio fabulosa. Dentro de los arcos laterales, nunca vi formado a nadie. El Altar del centro era grandioso, con un San Miguel matando el Dragón con una espada de lo menos cinco metros, de un valor incalculable.
La altura de los pisos era de veinte escaleras de losa, que cuando bajabas, tenías que ir con mucho cuidado, pues eran muy resbaladizas, porque estaban muy gastadas por el uso. Podían bajar cuatro personas sin tocarse. Para fregarlas, nos poníamos dos con una bayeta cada uno, le dábamos una pasada mojándolas, y en un momento fregábamos las ochenta escaleras.
Los bajos estaban ocupados de la siguiente forma: uno era para el ensayo de la banda, y parte, para la desinfección; otro para economato, cocina y no sé qué más; encima, los tres pisos eran para talleres; otro de los bajos era de artesanía, donde trabajaban los de la piel, la plata, la disecación de pájaros o pulirlos, encuadernadores, y otras especies de artesanía. El encargado del salón era Sigfrido Catalá, que era diseñador de piel.
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