Para Sitges, fue un gran acontecimiento nuestra llegada. Todos nos acogían con muy buena voluntad. Resulta que el italiano Bruno Castaldi vivía allí, que tenía una fábrica de calzado, zapatos de piel de alta calidad, de modo que, con poco dinero, nos calzamos todos. Las mujeres nos miraban con mucha estima. Había una señora soltera de unos cuarenta años, dueña de estanco de los mejores de Sitges, que estaba perdida por mí. Fuimos a bailar a Vilanova de Geltrú, y no sabíamos ni el uno ni el otro; éramos el hazmerreír.
Organizaron un festival tipo charla, haciendo mención al alto espíritu de lucha y tesón que habíamos ejercido a forma de homenaje. Lo organizó el Comité del Pueblo, con invitados. Estaba Salvador de Madariaga, Eduardo Zamacois y otros que no recuerdo, porque la mente no la tenía muy clara. Resulta que algunos tenían que hablar, pero sólo pudieron dar las gracias, y despedirnos cantando canciones vascas que, a pesar de que íbamos cargados, nos salieron bastante bien, y fuimos muy aplaudidos; incluso nos hicieron repetir algunas canciones. Era un teatro grande, y había un lleno completo.
También nos hicieron otro homenaje en el Hotel Mirar, con un banquete. En este hotel no lo frecuentaban más que ex-ministros, como Lerroux, Cambó y otros. Decían que allí inventaron el estraperlo.
De regreso, pasamos tres días al pueblo, que también lo pasamos muy bien. Vinimos un gallego, un navaroo y yo; formamos un trío de cantores que acoplábamos muy bien. Por donde íbamos, la gente nos incitaba que cantásemos y nos ovacionaban mucho.
Así que pasamos unas vacaciones la mar de bien. Antes de ir de vacaciones, recibimos el primer pago que nos hicieron, y nos dieron mil pesetas y pico. Yo nunca había tenido mil pesetas en el bolsillo hasta entonces, y me consideraba rico.
Ya de regreso, fuimos a parar a Híjar. Allí nos mandaron a un cabezo. Había un edificio muy grande, y debajo nos mandaron hacer un polvorín muy grande. Allí, designamos al que había sido delegado del grupo, junto con su mujer (que se la trajo). Los destinamos a la cocina, con tan mala suerte, que fue un desastre de lo más grande. Después, me propuso su marido de bajar él a trabajar a la mina, y ella de ayudante mío. No la acepté, y tuvo que marchar del grupo. Entonces me mandaron un gallego del grupo, y aquel chico consideraba que, conmigo en la cocina y él de ayudante mío, la guerra estaba salvada. Con aquella situación, evitaba muchos peligros de la guerra, al no exponerte tanto en primera línea.
Así anduvimos unos cuantos días, hasta que, una noche, el delegado vino donde dormíamos y nos dijo: "¡Hay que reformar el ejército! Ha llegado una orden que dejamos de ser milicianos y pasamos a ser soldados del Ejército de la República."
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