24.3.08

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Estábamos en pleno guiso y, inesperadamente, se presentó en la Mezquita el Caudillo. La cocinera fue a su encuentro. Después de los saludos de rigor, observó las paelleras y le preguntó lo que les había preparado para comer. Le dijo que paella de arroz, un guiso y tostadas de Santa Teresa. Asintió con la cabeza. Nosotros, no nos cruzamos ni palabra. También subieron de Madrid muchos pasteles, que todo ello quedó a cargo del grupo de camareros encargado del reparto de la comida y el resto de las cosas.
De comida sobró mucha. Fueron muchos los presos que fueron a buscarla, pero yo ni la probé. Por la tarde, nos mandaron a los puestos de trabajo, pero sin trabajar; de modo que a media tarde pasó revista por todas las dependencias. Yo estaba al pie del andamio, con los punteros y las macetas, pasó rozando, pero no nos dijo ni buenas tardes. Así terminó el viaje del Caudillo en el Valle o el Monasterio.
Al cabo de unos años, se presentaron dos o tres autocares con algunos extranjeros. Yo no hablé con ellos, pero sé que se informaron con algunos de lo que hacíamos: la comida que nos daban, el jornal que ganábamos, y todo cuanto hacíamos. Hablaron tanto, que se lo pasaron a lo grande, y en parte tenían razón, pero sabíamos que el resto de los campos de trabajo que había -y eran muchos- todos eran peores que el nuestro.
Así que, a los pocos días, en el extranjero, los políticos exilados, entre ellos Indalecio Prieto, levantaron una polvareda difamatoria, que a los pocos días ya nos dieron la noticia de que se deshacía el Destacamento. De repente, nos llamaron a los cuatro del pueblo, al compañero Remacha y al practicante de la oficina. El practicante ya era sabedor de lo que nos iban a decir.

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